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¿Sirve de algo subir los impuestos sobre la gasolina?

Por Alejandro Murciano Brea

Si bien en los últimos meses hemos vivido justo lo contrario, una práctica habitual en Gobiernos como el nuestro es gravar con fuertes impuestos actividades de consumo nocivas para la población o para su entorno. El alcohol, el tabaco o la gasolina son algunos de los productos en el punto de mira del ejecutivo. La idea es clara: cuanto más impuestos pesen sobre ellos, mayor será su precio y menos los consumirá la gente. Así, al tiempo que el Estado recauda una buena cifra, la salud pública y el medio ambiente toman un respiro. Hasta ahí la teoría. Sin embargo, ¿es esta la manera más efectiva de reducir el uso de esos bienes?


Según cálculos recientes, más del 50% del precio que paga el cliente por repostar su coche en España lo componen los impuestos. En el caso del gasóleo la cifra es tan solo ligeramente más baja. Y como es obvio, una gran parte de esa mitad de impuestos es de tasas especiales sobre hidrocarburos, y no solo de IVA. Mientras tanto, la mayor parte de nuestros socios europeos sitúan la carga impositiva en un punto aún más alto. Sin ir más lejos, en Alemania los impuestos representan más del 60% del precio de a gasolina, lo que supone una diferencia notable respecto a nuestro país. La lógica indicaría que por lo tanto, la cantidad consumida debería ser menor, o al menos igual que en España. Pero según datos del Banco Mundial, cada ciudadano alemán utilizó en 2011 hasta 222 kilos de petróleo en gasolina. Los españoles, tan solo 106. Esta diferencia va mucho más allá de la diferencia de poder adquisitivo entre los habitantes de ambos países. Parece que, aunque medien otros muchos factores, subir los impuestos que gravan este bien no termina de ser una medida efectiva para reducir su uso.

¿Por qué ocurre esto? La respuesta es que la gasolina, igual que el tabaco, es lo que economía se denomina un “bien inelástico”. Esto significa que aunque el precio varíe mucho, la demanda no lo hará tanto. Por ejemplo, una persona que utiliza todos los días el coche para ir al trabajo, tendrá que seguir repostando el depósito semana a semana independientemente del precio. Mucho tendría que subir la gasolina para que esta persona cambie por completo sus hábitos. En el caso del tabaco, las personas adictas a los cigarrillos podrían comprar alguna cajetilla menos al mes si sube el precio, pero seguirán fumando casi lo mismo. Algo parecido pasará con el alcohol, aunque en menor medida por no ser tan adictivo.

Atendiendo a estas razones, podemos casi concluir que los altos impuestos sobre estos productos tienen un carácter más recaudatorio que social. Las autoridades se aprovechan de la dependencia de la población respecto a estos bienes para ingresar grandes cantidades de dinero. De hecho, la gran caída en el consumo de cigarrillos llegó de la mano de fuertes campañas de concienciación y de legislaciones como la ley antitabaco, y no con subidas impositivas.

Con esto llegamos al quid de la cuestión: estos impuestos, como todos los que gravan el consumo, tienen un fuerte carácter regresivo. Es decir, cuando un parado y un multimillonario llenan el depósito de sus vehículos pagan exactamente la misma cantidad. Lo mismo da que uno esté en números rojos y el otro guarde millones en su cuenta corriente. Tampoco es la gasolina un bien de lujo que consuman sobre todo los ricos, si no que es un producto muy común para la población en general. Exactamente lo mismo ocurre con el tabaco, también con el alcohol. Con la implantación de este tipo de impuestos se reproduce y se multiplica la injusticia del IVA; independientemente de la renta, todos los ciudadanos pagan lo mismo. Es más, el pobre pagará un mayor tanto por ciento de sus ingresos que el rico. Por lo tanto, los altísimos gravámenes de este tipo de productos parecen ser salidas alternativas para Gobiernos que no se atreven a abordar las grandes riquezas o las millonarias transacciones financieras.


Esto no quiere decir en absoluto que no haya que abogar por reducir el consumo de bienes como los hidrocarburos. Pero como hemos comentado, la mejor solución no es forzar una subida de precios. Al Gobierno habría que demandarle una mayor inversión en combustibles limpios, una legislación firme que retire de la circulación los vehículos más contaminantes o una campaña de concienciación medioambiental más ambiciosa. Incluso una mejora en el transporte público ayudaría en este aspecto. Con medidas en esta línea se ha logrado reducir el tabaquismo, de manera que podría funcionar también con la gasolina. Pero subir los impuestos de este bien no parece ser el camino. Por inefectivo y por injusto. 

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